Avanzábamos cuesta
arriba luchando con las calles hechas ríos cuando Jaime volteó y preguntó curioso si
en Lima también llovía así. Nos miramos las caras y no supimos que decir, así
que sólo atinamos a reírnos y decirle que no. ¿Cómo explicarle que la lluvia en
Lima es un chiste? Ese día recordé cuanto extrañaba la lluvia de provincia.
No hay nada mejor que salir a la
calle, levantar la cabeza y ver los miles de puntos caer sobre ti. Las gotas
mojándote el cuerpo, el pelo, la converse rojas que me niego a lavar. Me
encanta el sonido de la lluvia contra los techos, el aire hecho humedad, el
agua turbia llorando en la avenida. Y mientras la gente nos miraba desconcertada y los paraguas se abrían en manos extrañas, seguimos corriendo felices por las calles ayacuchanas.
Las primeras gotas nos llegaron en
el carro, el granizo caía violento y la gente corría a buscar refugio. Bajamos
sabiendo que nos esperaban 3 largas cuadras y quizás una caja de chela. Bajamos
con miedo y con frío, llegamos a la Alameda con la adrenalina fundida en el cuerpo. El arte
de saltar de una vereda a otra sin hundirte, de esquivar los riachuelos en cada
esquina, de girar hasta no sentir tu cuerpo y no pensar en neumonía ni en
pastillas. El arte de vivir el momento e irte en YOLO como dicen algunos, de
llegar y que te reciban con secos de chelas y cantar, reír, bailar todo en un
segundo.
Mientras corría no pude evitar
ver mis zapatillas y leer las letras en tinta negra que hace tiempo me
escribieron, creo que por fin entiendo su significado.
Gracias Ayacucho por la lluvia,
por la gente y por mi ropa que aún no termina de secar. Nos vemos el próximo
año.
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