La tecnología tiene avances
impresionantes. Ayer, por ejemplo, me enteré que puedes desbloquear aparatos
móviles con tu huella dactilar. Colocas el dedo más gordo sobre un botón y
luego este reconoce tu identidad. Disculpa Clara que haga esta aclaración. Sin
embargo, la hago porque el otro día mientras caminaba por De La Fuente descubrí
que hay personas que no tienen la legitimidad para decir “Este es mi dedo
gordo”. ¿Te imaginas? La magnitud de sus
manos hace que cada dedo sea una expresión exquisita de obesidad mórbida. Diez
pulgares sobre la mesa. Evidentemente no hay tratamientos, prescripciones
médicas o un club anónimo que reflexione sobre el anular. (Si te despierta
curiosidad, podríamos buscarlo en línea) Pero en todo caso, la expresión me
parece pertinente y hace justicia a los individuos confundidos que no pueden
hablar de pulgares ni jugar gallito con facilidad, entre otras cosas
importantes en la vida.
Al menos esa fue mi impresión,
que no fue compartida por Guillén. Luego de mi descubrimiento, corrí a su
apartamento en San Antonio. Subí las escaleras con una inocencia infantil. Lo
miré fijamente y le dije “Mire usted Guillén, me encontraba por Juan de la
Fuente cuando me percaté de algo sumamente importante…” Resumí en pocas líneas
mi descubrimiento. Me miró entrañado y su respuesta fue poco animosa. ¿Usted es
estúpido, no?- dijo con una voz ronca de fumador barato- Sabía que andaba un
poco mal de los nervios y que esos frascos con sus símbolos químicos sólo lo
harían más torpe pero no creí que fuera tan imbécil. Y ahora viene, con sus
artimañas de catálogo y me quiere usar a mí de experimento. Habrase visto
muchacho. (Si Clara, llevé una caja de instrumentos: Dos lupas de distinta
medida, un centímetro, un anillo de boda que robé del ajuar de Roxana y un
guante de motociclista que adquirí en la Calle Cuba por seis monedas) Me quedé
en silencio, pasmado y ofendido. Le dije que igual se iba a morir pronto y me
fui rápido, pensando que había perdido el tiempo y que cada segundo me quitaba
otro de fama.
Entonces salí a la calle,
decepcionado como un niño en una feria escolar. Te ayudo a hacerte una idea:
Pelo engomado, raya al costado, una bata blanca hasta los tobillos, lentes
grandes que sobrepasan la superficie de la cara y un experimento fallido que
grita en el silencio del aplauso de un tuerto o de una madre viuda. No
Fernandito, salió increíble. Mamá te quiere.
Pero no, tú no te reirías. (O al
menos prefiero creerlo) En cambio, vendrías conmigo. Te pararías allí en Juan de
la Fuente o cualquier calle dentro de tu cartografía urbana. Te quedarías ahí
pese a tu repulsión a lo público y observaríamos gente. Me dirías “Has llamado
mi atención” y eso para mí sería suficiente. Y aún si supieras que ando
equivocado y que soy un poco lerdo como sugiere Don Paco, lo harías con esa
sutileza fina e inteligente que te caracteriza. O quizás no harías nada porque
la vida te ha enseñado que también es pertinente dejar equivocarse a quien uno
quiere. Dirías “Eres un incomprendido. Haremos ese experimento, lo prometo.
Pero ven que el día pasa, vayamos por un café”. Luego iríamos a tu local, ese
el de la esquina de vidrios con macetas o a cualquier lugar con algo caliente y
un poco de silencio, pertinente para estas reflexiones. Miento Clara, miento
descaradamente: tiene que ser un buen café. El lenguaje fluye mejor con la
lengua viva.
Entonces hablaríamos sobre
cualquier cosa: El clima, las corbatas a rayas, los call centers, la
inestabilidad de los cuadros de pared ante la insistencia del clavo solitario,
mi necesidad de jugar para darle un sentido a la vida. Te reirías de mí,
acentuarías mi torpeza con la mirada. Habría un momento de burla, otro de
dispersión, un paréntesis para ir al baño y así, así seguiríamos hasta que
llegue el momento preciso o espontáneo en el que hablemos de cosas que no
causan simpatía.
No comprendo en donde radica esta
simpatía pero en el fondo sé que me entiendes. Puede que hayamos olvidado el
arte de escuchar y es por ello que Guillén saca conclusiones tan apresuradas.
Probablemente tú tampoco me escuches y te aburran con frecuencia mis monólogos
vacíos. Quizás yo no entienda mucho de esto así como nunca aprendí a coger un
arma. Pero en todo caso, esta repulsión que me consume por dentro, este aguijón
constante que me come en las mañanas y los días de menestras se debe a que he
aprendido a estar vivo y en mi vida priman más las teorías estúpidas que los
horarios de oficina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario