Querida, siempre supe que la mudanza era una mala idea. Lo
supe desde el momento en que sugeriste tapizar los muebles de morado y colgar
calcetines de las lámparas, consejo que tomaste de uno de tus libros de
espiritismo para alejar a los muertos de la casa. Lo que ambos no sabíamos- y
vaya que llevaría tiempo descubrirlo- es que en esta vida más importa la carne
que los huesos tiesos.
Sin embargo, creo que me acostumbré a tu presencia, a tus
plantas raras en el balcón para todas las enfermedades existentes y a las que
aún están por venir; a tu manía de ordenar los libros alfabéticamente para que
las palabras no atormenten tus sueños y a la pasta dentífrica, que debía apretar
de abajo hacia arriba y nunca de otra forma, si lo que quería era preservar la
paz mundial. ¿Y cómo no quererte? Si detrás de cada manía tuya se escondía una
historia, una ocurrencia divertida que solo hallaba explicación en tu mente y
que yo contemplaba curioso, como un niño pequeño.
Quién sabe, a lo mejor nunca te quise y sólo disfrutaba tu
compañía. Ese silencio cómplice que carece de horario, que no produce ansiedad
sino una excitación cálida, un saberte presente y ausente en tu propio mundo. Y
es que verás, Clara, las personas solitarias tendemos al aislamiento. Parcos en
esencia, extraños a esa parafernalia que el resto considera afecto pero
profundamente curiosos de lo que eso significa, disfrutamos de nuestra propia
compañía, en un sentido difícil de entender. No significa que queramos menos,
sino que queremos en términos propios, en nuestro tiempo y espacio. Tampoco
somos infelices, como el resto desea creer, la felicidad es nuestro equilibrio
y el resto es bienvenido, mientras no altere ese centro. Para muchos puede ser
profundamente egoísta, para mí, en cambio, es mera honestidad.
En todo caso, no pienses que te guardo resentimiento. ¿Por
qué tendría que hacerlo? Me adelanté y tomé mis propias previsiones. Lo primero
fue comprarme un perro, por recomendación de mi nuevo terapeuta. A diferencia
de los siete anteriores, no saca conclusiones apresuradas pero cree que me
falta disciplina. ¿Y quién no? Aún no tengo el nombre definido. Estuve pensando
en uno de esos nombres rusos, como los libros de mi infancia: Rodión, Alekséi o
Iván, quien sabe. No son precisamente caninos pero importa poco, solo me
interesa la reacción de las señoras gordas del parque y la paradoja que
representa que una bola de pelos sea un psicópata en secreto.
Me pregunto por qué habría que importarte esto. Ah sí, los muebles. Tranquila, no se subirá en
ellos y si lo hace, tampoco puedes hacer nada. Esta casa ya no es tuya o al
menos así lo has decidido. Y aquí es cuando reparo en que gran parte del tiempo
respondo de ti. Me adelanto a tus conclusiones como quien se jacta de un poder
que no le ha sido concedido. Inteligente para su propio bien, diría Antonio. Con
mucho tiempo libre, diría yo. Tanto que atino a escribir estas líneas, que
jamás leerás porque esta vez han sido escritas para mí.
Pedro
I.
Tengo que admitir que todo esto me resulta sumamente
divertido. No se baña hace días, pasa el tiempo fumando y con las manos llenas
de tinta. Cuando no encuentra su encendedor se desespera para volver a su silla
ridícula, a escribir de nuevo. Solo se para para darle de comer al perro y
bueno sí, lo saca de vez en cuando.
Ojalá no suene cruel y si lo hago, qué importa. Yo lo observo
desde lejos pero parece no hacerme caso. Perdido en sus pensamientos como solo
él sabe hacerlo, en una soledad que lo aleja y lo hace víctima de sí mismo. De
nada sirve que se lo digan uno, tres, veinte terapeutas. Que se compre un perro
si quiere y que lo saque a pasear, que le enseñe trucos y recoja sus heces. Todo
es costoso e innecesario porque la solución no está en la prescripción, sino en
su propia cabeza.
Permítanme hacer una pausa. Y es que si me pidiera mi
opinión- aunque rara vez me haga caso- le diría que se deje de idioteces.
Claro, la ha perdido. Pero ¿Quién no pierde cosas? Sandalias en la playa,
casacas en días de fiesta, llaves en el bolsillo, fotos carné en la vereda,
llaves en el riachuelo de Terskorkí. Se pierden cosas a diario, se pierden para
encontrar algo mejor o para aprender a dejar ir. Por eso, cuando digo que ha
perdido no lo hago en el sentido convencional de la palabra. Eso, claro está,
sería insultante para su egocentrismo.
Pero vayan a hacerle entender eso. Pasa que las personas
tienden a ver el lado negativo de cada cosa. Perder, dejar, huir. Palabras que
evocan tristeza y silencio, ahí cuando el silencio puede ser el mayor de los
ruidos. Yo, sin embargo, he aprendido con el tiempo que el encanto del lenguaje
radica en la versatilidad que te otorga el verbo.
Ha aprendido a perder, a aceptar que no todo está bajo su
control, que la vida no transcurre en sus hojas de papel. Al menos eso espero. Y
eso es importante. Quizás ustedes lo consideren un aprendizaje básico. Dirán,
este realmente es un idiota. Déjenme añadir patético. Claro que existen cosas
que se escapan de las manos y que hay que dejar ir. No obstante, quienes lo
conocemos sabemos que esta lección no ha sido fácil y ahora que anda ciego y expuesto,
se hace indispensable para lo que viene.
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