domingo, 12 de mayo de 2013

El ojo de Gertrudis



No puedo recordar la primera vez que te vi fijamente a los ojos, no dije nada aunque en el fondo moría de miedo, no dije nada aunque tuviera mil y un preguntas en mente. Sólo sé que a aprendí a mirarte, a creer que también me mirabas de la misma manera en la que miro la cuchara de sopa vacía, a pensar que detrás de aquel ojo, de aquel órgano caniquesco y ensangrentado, estaba tu alma. Y cuando la gente me preguntaba sobre ti, sólo atinaba a quedarme en silencio, como si algunas preguntas estuvieran hechas para nunca ser dichas, como si los lentes oscuros pudieran tapar el frío de invierno. 

Y sin embargo, cuantas veces me hubiera gustado tener tu vista, tu tacto, tu piel manchada de laceraciones. Tenerla para ver aunque sea un poco menos, para no sentir tu mirada a la distancia y así negar las cosas que últimamente me arrastran a tu lado. Robarme tu ojo derecho y jugar a las escondidas o ponérmelo debajo del pecho para bañar de realidad la poca verdad que existe en todo esto. Dejar que el moco caiga sobre mis venas tibias, que el ojo se haga piel y con ella sangre. Que extraño es no ver tu ojo desorbitado sobre mi habitación ni arreglarte el flequillo con esa asimetría negativa que tanto usabas para esconderte. Más aún, sentir el peso de aquel bulto carnoso que caía sobre la realidad ciega, lleno de un aire a guardado, a recuerdo de un plato mejor. El paso en falso, el hombro caído, tus ojos chocando en este piso frío y rojo que aún no aprendo a limpiar.