domingo, 15 de noviembre de 2015

El lenguaje fluye mejor con la lengua viva

La tecnología tiene avances impresionantes. Ayer, por ejemplo, me enteré que puedes desbloquear aparatos móviles con tu huella dactilar. Colocas el dedo más gordo sobre un botón y luego este reconoce tu identidad. Disculpa Clara que haga esta aclaración. Sin embargo, la hago porque el otro día mientras caminaba por De La Fuente descubrí que hay personas que no tienen la legitimidad para decir “Este es mi dedo gordo”.  ¿Te imaginas? La magnitud de sus manos hace que cada dedo sea una expresión exquisita de obesidad mórbida. Diez pulgares sobre la mesa. Evidentemente no hay tratamientos, prescripciones médicas o un club anónimo que reflexione sobre el anular. (Si te despierta curiosidad, podríamos buscarlo en línea) Pero en todo caso, la expresión me parece pertinente y hace justicia a los individuos confundidos que no pueden hablar de pulgares ni jugar gallito con facilidad, entre otras cosas importantes en la vida.

Al menos esa fue mi impresión, que no fue compartida por Guillén. Luego de mi descubrimiento, corrí a su apartamento en San Antonio. Subí las escaleras con una inocencia infantil. Lo miré fijamente y le dije “Mire usted Guillén, me encontraba por Juan de la Fuente cuando me percaté de algo sumamente importante…” Resumí en pocas líneas mi descubrimiento. Me miró entrañado y su respuesta fue poco animosa. ¿Usted es estúpido, no?- dijo con una voz ronca de fumador barato- Sabía que andaba un poco mal de los nervios y que esos frascos con sus símbolos químicos sólo lo harían más torpe pero no creí que fuera tan imbécil. Y ahora viene, con sus artimañas de catálogo y me quiere usar a mí de experimento. Habrase visto muchacho. (Si Clara, llevé una caja de instrumentos: Dos lupas de distinta medida, un centímetro, un anillo de boda que robé del ajuar de Roxana y un guante de motociclista que adquirí en la Calle Cuba por seis monedas) Me quedé en silencio, pasmado y ofendido. Le dije que igual se iba a morir pronto y me fui rápido, pensando que había perdido el tiempo y que cada segundo me quitaba otro de fama.

Entonces salí a la calle, decepcionado como un niño en una feria escolar. Te ayudo a hacerte una idea: Pelo engomado, raya al costado, una bata blanca hasta los tobillos, lentes grandes que sobrepasan la superficie de la cara y un experimento fallido que grita en el silencio del aplauso de un tuerto o de una madre viuda. No Fernandito, salió increíble. Mamá te quiere.

Pero no, tú no te reirías. (O al menos prefiero creerlo) En cambio, vendrías conmigo. Te pararías allí en Juan de la Fuente o cualquier calle dentro de tu cartografía urbana. Te quedarías ahí pese a tu repulsión a lo público y observaríamos gente. Me dirías “Has llamado mi atención” y eso para mí sería suficiente. Y aún si supieras que ando equivocado y que soy un poco lerdo como sugiere Don Paco, lo harías con esa sutileza fina e inteligente que te caracteriza. O quizás no harías nada porque la vida te ha enseñado que también es pertinente dejar equivocarse a quien uno quiere. Dirías “Eres un incomprendido. Haremos ese experimento, lo prometo. Pero ven que el día pasa, vayamos por un café”. Luego iríamos a tu local, ese el de la esquina de vidrios con macetas o a cualquier lugar con algo caliente y un poco de silencio, pertinente para estas reflexiones. Miento Clara, miento descaradamente: tiene que ser un buen café. El lenguaje fluye mejor con la lengua viva.

Entonces hablaríamos sobre cualquier cosa: El clima, las corbatas a rayas, los call centers, la inestabilidad de los cuadros de pared ante la insistencia del clavo solitario, mi necesidad de jugar para darle un sentido a la vida. Te reirías de mí, acentuarías mi torpeza con la mirada. Habría un momento de burla, otro de dispersión, un paréntesis para ir al baño y así, así seguiríamos hasta que llegue el momento preciso o espontáneo en el que hablemos de cosas que no causan simpatía.

No comprendo en donde radica esta simpatía pero en el fondo sé que me entiendes. Puede que hayamos olvidado el arte de escuchar y es por ello que Guillén saca conclusiones tan apresuradas. Probablemente tú tampoco me escuches y te aburran con frecuencia mis monólogos vacíos. Quizás yo no entienda mucho de esto así como nunca aprendí a coger un arma. Pero en todo caso, esta repulsión que me consume por dentro, este aguijón constante que me come en las mañanas y los días de menestras se debe a que he aprendido a estar vivo y en mi vida priman más las teorías estúpidas que los horarios de oficina.