viernes, 28 de junio de 2013

Kip



Por las noches, cuando los ronquidos de sus padres inundaban de ecos la habitación, le gustaba escurrirse por las escaleras hasta el último piso de la vieja casona de su infancia y acurrucarse en la esquina del parapeto para ver la ciudad en todo su esplendor. A lo lejos, la catedral lo mecía en sus campañas quietas, en sus ding dong silenciosos y él, que creía haberlo vivido todo, se sentía nuevamente un niño. Muchos dirán que por las noches la ciudad descansa, pero para él siempre estuvo más viva que nunca. Y es que el brillo de la noche arequipeña teñía las cosas de un matiz especial. El árbol no era más un árbol y la calle ya no era sólo arena sino que todo estaba envuelto en una sustancia distinta. Lejos del barullo y de las personas arrastradas por el sonar del reloj, la vida-pensaba- encontraba otro carisma. 

Algunas veces se animaba a salir, envuelto en el calor de sus sábanas azules. Se lanzaba a la calle y a torpetones, con los pies desnudos, ávidos de sentir ese piso nuevo, se movía de un lado a otro meciendo su cuerpo suavemente. De vez en cuando perdía el equilibrio y quedaba tendido en el suelo con la espalda estampada en el frío espeso. Pero no se inmutaba y aprovechaba para ver las estrellas una y otra vez hasta aparecer en las puertas de otros lugares vacíos. Su cuerpo lo manejaba a gusto y antojo, y perdía la memoria de a ratos,