domingo, 30 de agosto de 2015

La señora Dalloway

Por experiencia, Clarissa sabía que el éxtasis religioso endurece  los modales de la gente (igual que las causas), amortigua su sensibilidad, ya que la señorita Kliman era capaz de hacer cualquier cosa a favor de los rusos y se mataba de hambre por los austríacos, pero con su comportamiento privado infligía una verdadera tortura al prójimo, tan insensible era, ataviada con su impermeable verde; sudaba, en cuanto entraba en una habitación nunca pasaban cinco minutos sin que hiciera sentir su superioridad, tu inferioridad; lo pobre que era ella; lo rica que era una; cómo vivía en un cuartucho, sin un almohadón, sin una cama, sin una alfombra, o sin lo que sea, con el alma cubierta por la herrumbre de la ofensa, después de haber sido despedida de la escuela, durante la guerra ¡pobre criatura, amargada y desdichada! Sí, porque no se la odiaba a ella sino al concepto de ella, y, sin duda alguna, este concepto llevaba incorporadas muchas cosas que no eran de la señorita Kliman; y la señorita Kliman se había convertido en uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la mitad de la sangre, dominadores y tiránicos, pero, sin la mejor duda, si los dados de la fortuna hubieran caído de otra manera, más favorable a la señorita Kliman, Clarissa la hubiera amado. Pero no en este mundo, no. (14)

No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Como se extingue un cohete. Brilla, después de haber abierto paso en la noche, se rinde a la noche, desciende la oscuridad, cubre las siluetas de casas y torres, se suavizan las laderas de las colinas, y se hunden. Pero a pesar de que todo desaparece, la noche está repleta; privado de color, en la ceguera de las ventanas, todo existe de manera más grave, todo da lo que la franca luz del día no puede transmitir, la inquietud y la intriga de las cosas conglomeradas en las tinieblas; apiñadas en las tinieblas, carente de relieve que les da el alba cuando, pintando los muros de blanco y de gris, rebrillando en los cristales de las ventanas, levantando la niebla de los campos, mostrando las vacas pardirrojas que pastan en paz, todo queda de nuevo amarrado a los ojos; todo existe otra vez. (25)

Suavemente, el rico y benéfico humo del cigarro se deslizó por su garganta; soltó el humo otra vez, formando anillos que, por un momento, lucharon bravamente con el aire; azules, circulares- intentaré a hablar a solas con Elizabeth esta noche, pensó-, luego, comenzaron a vacilar, adoptando la forma de relojes de arena, y fueron desvaneciéndose; qué extrañas formas adoptan, pensó. De pronto cerró los ojos, alzó la mano con esfuerzo y arrojó lejos de sí la pesada colilla del cigarro. Un gran cepillo pasó suavemente por su cerebro, barriéndolo con inquietas ramas, voces de niños, rumor de pasos, gente moviéndose, murmullo de tránsito, tránsito alzándose y cayendo. Se hundió más y más en las suaves plumas del sueño, se hundió y quedó envuelto en silencio. (53)

De repente, Septimus dijo: "Y ahora nos mataremos" cuando estaban junto al río, alegre miró con una expresión que Lucrezia había visto en sus ojos cuando junto a él pasaba un tren o un autobús, una expresión de esta fascinado por algo; sintió que se apartaba de ella, y lo tomó del brazo. Pero en el camino de regreso a casa estuvo perfectamente sereno, perfectamente razonable. Discutía con ella la posibilidad de matarse los dos, le explicaba cuán malvada era la gente, le decía que podía ver cómo la gente inventaba mentiras en la calle cuando ellos pasaban. Sabía todo lo que la gente pensaba, decía. Sabía el significado del mundo, decía. (61)

Además, se encontraba completamente solo, condenado, abandonado, como están solos aquellos que van a morir, y había en ello cierta belleza, era un aislamiento sublime; representaba una libertad que las personas vinculadas no pueden conocer. Holmes había ganado, desde luego; el bruto de los rojos orificios de nariz había ganado. Pero ni siquiera Holmes podía tocar aquel último resto perdido en los límites del mundo, aquel forajido que, vuelta la vista atrás, miraba las regiones habitadas del mundo, que yacía, como marinero ahogado, en la playa del mundo (85)

En consecuencia, no tenía excusa; no tenía nada, excepto el pecado por el que la humana naturaleza lo había condenado a muerto, el pecado de no sentir. Le había importado poco que mataran a Evans; esto era peor, pero todos los restantes delitos alzaban la cabeza y agitaban los dedos y gritaban y lanzaban carcajadas desde los pies de la cama a primeras horas de la madrugada, dirigidas al cuerpo postrado que yacía consciente de su degradación; se había casado con su esposa sin amarla; le había mentido; la había seducido; había ultrajado a la señorita Isabel Pole; y estaba tan marcado por el vicio que las mujeres se estremecían al verlo en la calle. La sentencia que la naturaleza humaba dictaba en el caso de semejante desecho era de muerte. (83)

Y la gente diría: "Clarissa Dalloway está muy mimada" le importaban mucho más las rosas que los armenios. Perseguidos hasta la muerte, mutilados, helados, víctimas de la crueldad y de la injusticia (se lo había oído decir una y mil veces a Richard), no, ningún sentimiento suscitaban los albanos en ella, ¿O los armenios?, pero amaba las rosas (¿ayudaría esto a los armenios?), las únicas flores que toleraba ver cortadas. (109)

De manera que, para conocer a Clarissa, o para conocer a cualquier, uno debía buscar a la gente que lo completaba; incluso los lugares. Clarissa tenía raras afinidades con personas con las que nunca había hablado, con una mujer en la calle, un hombre tras un mostrador, incluso árboles o graneros. Y aquellos terminaba con una teoría trascendental que, con el horror de Clarissa a la muerte, le permitía creer, o decir que creía (no obstante todo su escepticismo) que, como sea que nuestras apariencias, la parte de nosotros que aparece, son tan momentáneas en comparación con otras partes de nosotros, partes no vistas, que ocupan un amplio espacio, lo no visto puede muy bien sobrevivir, ser en cierta manera recobrado, unido a esta o aquella persona, e incluso merodeando en ciertos lugares, después de la muerte. (137)

Estos hoteles no son lugares reconfortantes. Ni mucho menos. Innumerables personas habían colgado el sombrero en aquellas perchas. Incluso las moscaras, a poco que uno pensara en ello, se habían posado en otras narices. Y, en cuanto a aquella limpieza que hería la vista, no era limpieza sino, ante bien, desnudez, frialdad; algo obligado. Seguramente una árida matrona recorría el lugar al alba, olisqueando, mirando, obligando a muchachas con la nariz azul a fregar, fregar y fregar, como si el próximo visitante fuera una tajada de carne que se debía servir en bandeja perfectamente limpia. Para dormir, una cama; para sentarse, un sillón; para limpiarse los dientes y afeitarse el mentón, un vaso, un espejo. Los libros, las cartas, la bata, descansaban aquí y allá, en la impersonalidad del lugar, como incongruentes impertinencias. (139)

Sentados alrededor de mesas con un jarrón, vestidos de etiqueta o no, con sus chales y bolsos al lado, con su falso aire de compostura, porque no estaban acostumbrados a comer tantos platos en la cena; y de confianza, porque podían pagar;, y de tensión, porque se habían pasado el día haciendo compras y visitando monumentos en Londres; y de natural curiosidad, porque alzaron la vista y miraron alrededor cuando entró el agradable caballero con las gafas de armazón de concha; y de buena voluntad, porque con gusto prestarían pequeños servicios, como entregar un horario de trenes, o dar cualquier información útil;, y del deseo, que latía en ellos, que los empujaba subterráneamente, de establecer vínculos de un modo u otro, aunque sólo fuera el de un lugar de nacimiento (Liverpool, por ejemplo) en común, o el de amigos con un mismo apellido; con sus miradas furtivas, extraños silencios, y súbitas retiradas al terreno de la jocosidad familiar y el aislamiento; allí estaban cenando cuando el señor Walsh entró y se sentó a una mesa junto a la cortina. (143)


Porque esta es la verdad acerca de nuestra alma, pensó, de nuestro yo, que como un pez habita en profundos mares, y nada entre oscuridades, trazando su camino entre matas de gigantescos hierbajos, por espacios moteados por el sol, y sigue adelante y adelante, penetrando en las tinieblas, en la frialdad, en lo profundo, en lo inescrutable, y de repente sale veloz a la superficie, y se exhibe y nada en las olas rizadas por el viento, y tiene una positiva necesidad de trato, de roce, de calor, con charlas ligeras. ¿Qué piensa el gobierno hacer- Richard Dalloway lo sabría- con la India? (144)