domingo, 13 de junio de 2010

Al cruzar la calle

Llego a mi casa corriendo, como de costumbre, luchando contra el reloj y sus poderosas armas de fuego, esas punteagudas agujas que resuenan una y otra vez en mi cabeza, con su tic tac monótono, un latido de plástico quejumbroso e incesante.

Me alisto rapidamente y dejo en una esquina amontonados mi gris y triste falda escolar, mi polo pique que una vez fue blanco, mis medias hasta la rodilla mismo convento y esos zapatos mal lustrados que no me dejan respirar. Un olor a cárcel tan profundo e inmerso en la piel.

Cojo mis pocos libros y desciendo por las escaleras hasta llegar a la reja, la abro y escucho su chirrido penetrante en mis oídos, la cierro con brusquedad y me dispongo a cruzar la calle.

Pero, algo interrumpe mi atención, me llama desaforadamente y a tientas lo veo, una irónica sonrisa se forma en mi rostro, detiene mis látidos y me deja a la espera de una palabra, que en situaciones como estas, quedan cortas.

Un carro mal estacionado que lucha contra el mar vehicular, que trata de sobreponerse en la armoniosa y bulliciosa cola de espera (La cortesía ante todo, amigos míos) y dentro de un mundo sin fecha de vencimiento.

Mi mirada se adentra en su forma, en su respuesta pasiva, la forma en que camina e intenta correr en vano me conmueve. No, no es cualquier carro, no es cualquier placa oxidada que perece entre gemidos taciturnos (¿Aun creen en las respuestas?), dentro de ella algo nace y respira, un amor embotellado, una pareja en rojo y de sonrisa verde. (El ámbar ya ha pasado de moda) Los miro, escapándose de todo ese bullicio inevitable entre obras mal hechas y asfaltado imperfecto; ellos en su propio mundo donde el tiempo se quiebra en miles de fracciones y sus agujas no logran tocarlos... allí, ellos, en su nido de amor.

Esquivo la ola de carros inmoviles y cruzo la pista presurosa no sin antes guardar en mi memoria que allí junto a muchas otras puertas, ruedas y carriles, he hallado al fin y al cabo el significado del verdadero amor.

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