domingo, 4 de mayo de 2014

Cuzco, Bolivia y anticuchos a un sol cincuenta.

Cuando regresé de Cuzco, pensé en escribir algo. Habían muchas cosas que decir e historias que contar pero no encontré las palabras precisas para describir todo lo que sentí. Es probable que tampoco las encuentre ahora y aunque una voz interna me dice que avance mi trabajo de Métodos, este sábado tan atípico, las fotos recientes y una música muy hermosa sugieren lo contrario. Hoy, meses después y superadas aquellas 24 horas en bus llenas de películas de los Oscars, me animo a escribir. 

De Cuzco me quedo con las paredes grandes, las calles empinadas, los lustrabotas de la plaza y el mirabus que pasaba distante a diario. Nunca me han gustado los tours, me irrita estar rodeada de mucha gente y tener que subirme al mismo bus para sentarme en el mismo sitio mientras un niño llora al frente mío y me dan 5 minutos o menos para bajar, tomar un par de fotos y apreciar brevemente el paisaje que me rodea. Como si se tratara de poner check-in a todos los lugares que visitas, de sumar una figurita al album panini de la vida. No me gusta sentirme turista así que prefiero conocer por mi misma, no detrás de una ventana empañada sino fuera de ella. Lanzarme al primer micro que me lleve a algún lugar y organizar mi tiempo como prefiera. No es que no me gusten los guías, al contrario, son los que mejor me caen (Francis, where will it lead us from here?) pero sin sonar intolerante, no soporto a las personas que fingen escuchar mientras lo tuitean e instagramean. Así que aunque sea una pésima fotógrafa, amo tomar fotos a mi ritmo y de vez en cuando grabar lo que pasa a mi alrededor, para quedarme con la risa y las palabras de mis amigos.

No me jode decir que visité Macchu Picchu sola mientras mis amigas ya estaban en Lima porque me permitió vivirlo de una forma distinta. Pensar, sentirme una piedra más, escuchar la voz del paisaje y los relatos de Jesús con su gorro de explorador. Me pregunto que será visitar Macchu Picchu sin nada de gente, cuán hermoso debe ser sumergirte en el pasado de tu historia. Ese día terminé en un mercado luchando por un pan y tras dos horas de retraso, regresé en el bus frente a la Señora que un día antes intentó pegarme al comprar las entradas del tren y ahora me pedía disculpas y me presentaba a María Claudia, su hija mayor. Cuando me preguntó porque andaba tan sola no tuve respuesta y me dio roche decirle que tampoco sabía como regresar de Ollaytantambo. Una familia feliz me rescató y me dejó en la plaza con temor, así que me fui a comer pizza a Marango's en mi intento desesperado por encontrar un enchufe y tomar una copa de vino. 

Tampoco me jode decir que mi viaje no estuvo lleno de fotos grupales, Brenda y por ahí Valeria fueron las únicas que respondieron a mis gritos matutinos pero sólo en Cuzco, porque en La Paz anduve sola y sin bañarme. Con Brenda me fui a Tipón, dónde casi nos retienen por "destrucción" del patrimonio cultural y nadie dijo nada de mis botas adoloridas y a Pikillacta que nos recibió con lampas, mapas ilegibles y una niña bailando Limbo en el borde del puente a la que nunca le pasamos su foto. Me encanta fijarme en los detalles, reírme de aquello que no tiene importancia y echarme en el pasto para ensuciarme la ropa. De ahí aprendí que la mantequilla de cacao te quema de los labios y que mis pulmones no siempre quieren jugar conmigo. Luego aprendería que el gorro que tanto me gustó parecía en verdad un condón y que a los gatos de ojos amarilos no les gusta la lavandería. Pérdidas en la carretera, con un cartel que tenía todo menos indicaciones y una carretera que nos botaba a cada segundo. Dando vueltas hasta seguir a los señores que con lampa en mano, dignos de una película de terror, se perdían en nuestra agonía. Cuánto nos costó llegar y que poco nos quedamos porque mi pie derecho se peleó con el izquierdo y porque polvo y cansancio se escondieron bajo mis ojos.

Fuimos también a Moray pero casi no regresamos. Primero, por mi insistencia de ir el mismo 28 en la tarde (Esta a 20 minutos decía) y segundo, por no querer gastar mucho. Tras 10 minutos en un carro desconocido al que le dijimos que no nos espere porque creíamos que era fácil regresar, nos encontramos con muchos carros llenos y miradas nada amistosas. Nuestros amigos taxistas se reían de nuestra situación y el amigo de Valeria nunca tuvo espacio. Al final, corrí detrás de un carro y luego de rogarle que nos jalara, terminamos botadas en la carretera mientras los turistas nos ignoraban y eso de jalar dedo era un fracaso. Gracias a los 2 amigos que nos acogieron en sus carro y a los que tuve que hablarle por dos horas mientras las chicas dormían (Gracias chicas por quedarse dormidas, las odio)

Me pregunto si todo hubiera sido mejor en un tour pagado, con asiento reclinable. Me atrevo a creer que no y aunque me perdí varias veces con mapa incluído, nada puso salir mejor. Tengo esa costumbre de querer hablar con gente que quizás no quiere hablar conmigo, de preguntarles por el clima, por los turistas y llenarlos de otras curiosidades. No me gusta quedarme con postales, jamás compraría una ni tampoco me tomaría una foto con una vicuña por un sol. Me gusta, en cambio, quedarme con boletas, boletos y piedras. Me gusta quedarme con personajes, desperfectos, con la empanada de espinaca con queso en Pisac y no ignorar la pobreza que invade el rincón de cada lugar que visitas. Puede que no sea la compañera perfecta para juerguear aunque no puedo negar que tengo un par de noches en blanco pero sí la indicada para caminar hasta no sentir los pies en mis converse rojas, para subirse a cualquier lado aunque me caiga en el intento o reírme de las situaciones más bizarras y emocionarme por el cielo entre las tejas.

En Cuzco me sentí libre, me encantaba salir del hotel por las mañanas, perderme en los museos o escaparme en las noches sólo para ver la gente pasar. La confluencia del pasado y el presente en un edificio, el ladrillo sobre la piedra y el balcón colonial en donde ahora funciona una agenda de turismo mientras las nubes cacadecaballo bajan e invaden las calles de frescura. Adoro no sufrir de altura porque eso me permite saltar y correr, hasta que mi físico diga basta. Nada como ver la plaza en la oscuridad ya sin mucha gente, solo las licuadoras de las juguerías a todo motor y los perros callejeros tomando el monumento con sus ladridos mientras yo corría con un par de piscos encima, dando vueltas a cada columna y riéndome de las cosas hasta tumbarme en la cama.

Otro recuerdo de ese viaje son los miles de buses que tuve que tomar. Cuzco-La Paz- Uyuni- Jeep- Uyuni- La Paz- Cuzco. Recomendaciones: Paguen un poco más si saben que sufren de incontinencia urinaria, lleven una manta gruesa y que huela rico y más de 2 panties si aún tienen aprecis por sus huesos. No fui en el clima indicado porque me olvidé de buscar en wikipedia y mis fotos son una sucesión de flashes sin contenido pero nadie me quita todos los escenarios que pasaron por mi mente durante esos días. El hotel de Sal y Francis que quería regresarnos a Uyuni a patadas, la sopa con papas fritas más extraña que he tomado, la inmensidad del salar que me comía de a poquitos, rocas y cactus a montones que escalé sin entender que hacían allí. Uyuni me acercó a mis amigas por el agua fría y a Francis, que nos hundió en el agua por creerse piloto del Dakar.

Son muchos pensamientos bonitos que vienen a mi mente y me hacen recordar cuanto aprecio mi independencia. El día que inauguraron el tren del pueblo, me llevaste a empujones por las calles vacías, vestida como una niña pequeña que recién aprende a andar. Ponte bonita- me dijiste- que no todos los días se ve al presidente. El día que inauguraron el tren, el bus, el avión, el medio de transporte, jamás me dijiste cuánto podría conocer por mi misma ni lo pequeña que fui y soy ante los guardias de seguridad.


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